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En este capítulo me propongo exponer muy sintéticamente algunas ideas sobre la relación entre la persona enferma y el profesional de la salud. Adelanto que expondré mi visión personal, que no pretende ser la del experto sino la de alguien que se reconoce afortunado por el hecho de poder ayudar a otros a recobrar la
salud, al tiempo que se sabe afectado por sus mismos problemas. Al fin y al cabo, uno no puede obviar su condición, pasada, presente o futura de enfermo. Junto a mi opinión, trataré de seleccionar del discurso de autores de reconocido prestigio en este campo aquellos conceptos que me han parecido de mayor interés.
La relación clínica, como cualquier relación humana, es un reflejo directo de la visión que sus protagonistas tienen de sí mismos y del mundo. Una de las premisas que condicionan radicalmente el trato con el ser humano en situación de necesidad, es el reconocimiento de la persona y su dignidad. Algún autor ha resumido estos puntos de partida en dos ideas:
El hombre es persona, y en cuanto tal tiene dignidad y no precio.
En tanto que personas, todos los seres humanos son iguales y merecen igual consideración y respeto.
En mi opinión, aunque estas premisas no abarcan toda la realidad del ser humano, proporcionan una buena base para edificar una relación adecuada. Algunos de los conceptos que aquí aparecen merecen una especial atención: persona, dignidad, respeto. Cada persona es irrepetible e insustituible: espiritualidad, libertad, intimidad y capacidad de amar y ser amado son atributos que nos acercan a la comprensión de esa dignidad humana y al respeto al que ésta hace acreedor. Algo es digno cuando es valioso por sí mismo, y no sólo ni principalmente por su utilidad. La dignidad no es relativa, no está sujeta a la “calidad de vida” ni a la capacidad de manifestar las potencias propias de los seres humanos sanos (racionalidad, autoconciencia, libertad, “autonomía”,…). La dignidad tampoco depende de la percepción que otro o uno mismo pueda tener de sí mismo y de su propia vida.
Por parte del que se pone en contacto con el enfermo, el respeto de su dignidad incluye el esfuerzo por comprender las circunstancias que rodean su situación física o psíquica. Éstas hacen que, a veces, la relación sea difícil, penosa, desagradable. Por parte de ambos será preciso superar desconfianzas, estados de ánimos y cansancio. En ese enfrentarse con el sufrimiento, tanto el cuidador como el enfermo pueden desertar o tomar de allí ocasión para crecer. Ambos deben tratar de descubrir, detrás del dolor, la posibilidad que se les brinda para hacerse más fuertes, mejores.
Dada la situación del enfermo, siempre es el personal sanitario el responsable de que determinados valores anejos a su dignidad se materialicen de la forma adecuada a cada caso: la guarda de la confidencialidad, el respeto a su intimidad, su derecho a la información y a su participación en la decisión médica, a no ser de ningún modo discriminado por razón de origen, de creencias o de capacidad económica o social.
Porque, ante el enfermo, la noción de que todo ser humano merece respeto, cobra un significado nuevo. En el enfermo podemos reconocer lo que Melendo ha llamado “la dignidad desnuda”: ese relieve particular que adquiere la dignidad cuando se “fundamenta exclusivamente en ese acto de ser personal, espiritual”, cuando las restantes manifestaciones de la grandeza humana resultan como anuladas, ocultas, o son casi inexistentes. Como abunda Caldera, la dignidad inalienable del hombre se muestra sobre todo cuando no hay en él nada más que su humanidad. “Cuando ya no le queda juventud, belleza, poder, inteligencia, riqueza o cualquiera otra de esas características por las cuales una persona puede dispensarnos un favor, sernos agradable, ser un motivo de atracción. Cuando a una persona no le queda nada, sino su condición de “persona en sufrimiento”, en ese momento se pone de relieve con mayor elocuencia su dignidad inalienable. Por ello, en ese momento, la llamada a mostrar amor a la persona es una pieza esencial de la cultura moral, del cultivo del corazón humano, y piedra de toque de la civilización”.
Cuando un enfermo está inconsciente o sus capacidades mentales o físicas están muy deterioradas o muy poco desarrolladas, es cuando el respeto y afecto por la persona son más necesarios y meritorios. Es el caso del paciente terminal, el niño o el no nacido. Para valorar su dignidad en estas especiales circunstancias, se precisa una inteligencia sensible, no encallecida por el materialismo o por el pragmatismo y la comodidad. En la manera de tratar a ese ser enfermo se manifiesta y se perfecciona la dimensión humana, tanto personal como colectiva. Con un símil militar, quizás poco apropiado a nuestros tiempos: lo que diferencia un ejército de una banda de forajidos o el soldado bueno del vil es que el primero no abandona al compañero herido.
Respeto y estima
Comunicación. Comprensión
El proceso de diagnóstico y tratamiento exige una comunicación adecuada. De hecho, el profesional no puede hacerse cargo del problema del paciente sin una buena información. Las dificultades que puedan surgir en este punto no pueden ser atribuidas exclusivamente al enfermo. Es necesario un esfuerzo eficaz por conectar y ganar su confianza. El secreto para ello no estará tanto en el uso de técnicas sofisticadas de comunicación, como en contemplar al paciente como un igual, quererle, tratar de comprenderle.
Es preciso entender al paciente como sujeto unitario, pues la enfermedad no afecta sólo a un órgano o a un sistema, sino a la persona entera. Comprender que, por encima de determinada patología, hay un ser doliente que pide ayuda. Hay una vieja fórmula que debería presidir toda relación humana: “ponerme en el lugar del otro, tratarle como me gustaría ser tratado”. Una receta que sólo es sencilla en apariencia, pues todos sabemos que su cumplimiento sólo estaría garantizado por un estado de “bondad natural“ del que carece nuestra naturaleza.
La persona nunca es un ser aislado, por eso es tan importante tratar de entender sus circunstancias y su entorno. La familia y el resto del entorno del enfermo tienen un papel relevante en todo este proceso. En muchos casos los familiares más directos sufren las consecuencias de la enfermedad tanto o más que el propio paciente. Hay procesos en que esto se hace muy patente: enfermedades psiquiátricas, procesos degenerativos, pacientes inconscientes…. En otras ocasiones sin embargo la implicación familiar es menos aparente. Siempre es provechoso considerar que, con el paciente, se está tratando, de algún modo, a toda la familia. Por otra parte, un entorno de cariño y de estímulo influye muy positivamente en el proceso de recuperación, en una medida difícil a veces de entender.
Objetividad. Afecto
El profesional de la salud mantiene ante el enfermo como una doble posición. Se trata de alguien que ante un ser sufriente ha de ser capaz de padecer con él (esto justamente es la compasión, padecer con el otro); pero tiene por delante una labor profesional que exige eficacia. Por eso la relación clínica ha de ser lo suficientemente equilibrada, para que la implicación, personal, afectiva, permita una actitud serena y objetiva, pues el proceso de diagnóstico y tratamiento requiere poner la inteligencia por encima del corazón. Para buscar las causas del problema y sus soluciones se necesitan, a veces, procedimientos dolorosos o aparentemente estériles a corto plazo. Se trata, en definitiva, de un proceso para el que es necesaria una afectividad y emotividad maduras, pues una actitud excesivamente sentimental podría ser perjudicial tanto para el paciente como para el profesional.
Respeto mutuo y mutua confianza
El respeto y la confianza mutuos son imprescindibles en el trato entre paciente y profesional. Sin embargo, en la actualidad este punto de partida no siempre se cumple. En las últimas décadas, parece que la creciente complejidad de las sociedades avanzadas ha favorecido el deterioro de esta relación. Una consecuencia palpable ha sido el aumento de reclamaciones, canalizadas con frecuencia por vía judicial. ¿Cuales son las razones de esta tendencia? ¿Hay actualmente más errores o más negligencia que hace 20 años? –Parece que no. Probablemente se da un conjunto de causas que afectan a ambas partes de la relación: evolución sociocultural que supone mayor implicación de todos en los procesos de salud; mayor exigencia de eficacia; búsqueda de compensaciones económicas; mala información; y la existencia de abusos por parte de algunos profesionales. Seguramente, subyace influye además cierta tendencia al materialismo que lleva a relegar valores como la honradez, lealtad, sentido de justicia, compasión, aceptación del sufrimiento… Las repercusiones de esta tendencia en el terreno práctico son muy negativas. Por ejemplo, impulsa a los profesionales a realizar más actuaciones, más pruebas y procedimientos, con el objeto de protegerse legalmente. Este estilo de práctica médica, que ha venido a llamarse “medicina defensiva”, provoca más gastos y más desconfianza, y es injusta con los sectores sociales más indefensos.
Sin duda la recuperación de la confianza mutua irá de la mano del progreso personal y social en valores éticos, sin descuidar los mecanismos capaces de prevenir y poner solución a posibles abusos.
Aprecio y amor: la civilización cristiana
La visión cristiana de la relación con el enfermo es la mejor escuela de humanidad. Hay enseñanzas evangélicas que, a mi entender, han sido verdaderamente superadoras del humanismo clásico. Amar al prójimo como a uno mismo, amar al enemigo, amar hasta entregarlo todo (como Cristo hizo), y percibir la presencia divina en el débil (“Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis”.) Ahí se enseña el cariño, la ternura, en definitiva: el amor que supera a la justicia (el respeto al igual) con el que todos querríamos ser tratados. Las enseñanzas de Cristo —recordemos la parábola del buen samaritano—, o su ejemplo con los enfermos, han sido inspiradores de una tradición riquísima de entrega que, el cristianismo – y la Iglesia Católica en particular- ejercen en el mundo más necesitado. Los ejemplos, muchos de ellos heroicos, son incontables a lo largo de estos 21 siglos. Los testimonios actuales nos llevan desde los barrios marginados de grandes ciudades, hasta países de mayoría cultural y religiosa diferente o incluso hostil, donde el cuidado amoroso ha sido pagado, a veces, con odio y con muerte. Y esa labor, lógicamente, no se reduce a la enorme cantidad de iniciativas oficialmente cristianas, sino sobre todo al poder inspirador que ha hecho que tantos cristianos y no cristianos hayan aprendido no sólo a verse a sí mismos en el enfermo, sino a reconocer en él a Dios mismo.
Profesionalidad
Condición previa: rigor científico, quehacer técnicamente bueno.
Cualquier esfuerzo que realiza la persona enferma para ponerse en contacto con un profesional de la salud lo efectúa bajo la premisa de la competencia de éste. Este es un punto que obliga al trabajador de cualquier campo. Sin embargo, en materia de salud la llamada se hace más acuciante. La muestra de confianza del que pone en manos de otro lo más valioso que posee obliga muy especialmente. Y esa obligación no se limita al respeto o interés. Aquí, como en cualquier otro orden de la vida, no basta la buena voluntad, es precisa la competencia. Se requiere, pues, estudio, puesta al día permanente, calidad, excelencia en el trabajo.
En la última década, médicos de diversas especialidades, sobre todo epidemiólogos, han llamado la atención sobre la escasa base científica que sustenta algunas actuaciones sanitarias. Esta inquietud ha cristalizado en una forma de ejercer la medicina que se conoce como “medicina basada en la evidencia” (una incorrecta traducción de “evidence based medicine”, que más bien debería llamarse “medicina basada en lo empíricamente probado”). Los promotores de esta corriente han propuesto la revisión de muchos planteamientos basados en tradiciones o intuiciones no siempre comprobadas, o en el seguidismo ciego de las opiniones de “expertos”. En todo caso se trata de un intento de que las actuaciones en el campo de la salud se hallen presididas por la objetividad y sean técnicamente correctas, a la luz de las mejores certezas disponibles.
Como cualquier movimiento, la radicalización de éste no se halla exenta de peligros. Algunos de ellos son: el reduccionismo de pensar que sólo es verdad lo empíricamente demostrado o el riesgo práctico de reducir los problemas humanos a cifras y al seguimiento de protocolos eficientes, en términos de costo-beneficio… Sin embargo, pienso que el balance es positivo y que la sana preocupación por los datos científicos y objetivos que este movimiento promueve, está teniendo repercusiones positivas y trata de corregir abusos y errores.
Junto a los conocimientos adecuados, es necesario asimismo que los profesionales se pregunten si poseen la experiencia necesaria para ayudar al enfermo de la forma adecuada, o si otras motivaciones (económicas, de prestigio, etc.) dominan algunas de sus decisiones. No significa esto que haya de decidirse en toda ocasión quien o quienes son los mejores, los ideales para atender a cada enfermo. La prudencia y el sentido de justicia nos recuerda que los recursos son limitados y deben repartirse de una manera proporcionada. Pero sí que resulta necesario que el profesional mantenga una cierta autocrítica y un conocimiento de las propias limitaciones que le lleven a saber consultar y a plantearse cuándo puede resultar conveniente transferir un paciente a otro equipo, poniendo el bien del enfermo por encima de otras consideraciones personales. A un amigo médico le chocó que un paciente valorara en él la honradez de reconocer su ignorancia. En una carta de agradecimiento, el paciente le decía algo así: “buscar en los libros síntomas que no se conocen o suenan a raros, es de profesionales: y Ud. lo hace”. Y es que, por encima de otras cosas, todos valoramos la sencillez del que reconoce lo que no sabe y se preocupa de encontrar respuestas.
Respeto a la autonomía del paciente
El papel del enfermo en las decisiones médicas ha sido uno de los temas que más interés ha suscitado últimamente en el campo de la medicina legal, la deontología médica y la bioética. La participación del enfermo en la relación clínica ha seguido una evolución progresiva desde ser sujeto pasivo hasta tomar un papel protagonista.
En la clásica relación clínica, pudo primar la perspectiva del profesional: el “deber” del médico de hacer el bien (“beneficencia”) que se traducía en el objetivo de la curación sobre otras consideraciones. Esta concepción ponía quizás un énfasis excesivo en la autoridad que tenía el sanitario como experto. Esta autoridad podía acabar fácilmente en autoritarismo proteccionista. Se ha hablado de esas relaciones como “paternalistas” en un sentido peyorativo. El médico sabía lo que convenía al paciente, este debía limitarse a cumplir las órdenes que se le daban. Con el progreso sociocultural fue tomando cuerpo la consideración de que el paciente debía participar activamente en las decisiones sobre su propio bien, llegando a un modelo de relación en el que la autonomía del paciente podía contemplarse como el supremo fin. El error aquí podía radicar en identificar “el bien del enfermo” con lo que este quería en cada momento.
Algunos autores han propuesto una superación de esas concepciones acentuando otros aspectos. Así Pellegrino y Thomasma proponen un modelo de “beneficencia fiduciaria” (beneficence-in-trust.) Se trata de una beneficencia que trata de huir del paternalismo. No se trata de decidir “por” el paciente en virtud de la presunta superioridad del criterio médico, sino de decidir “con” el paciente. Aquí los valores del enfermo son bien conocidos por el profesional al que le confía una cierta capacidad de gestión sobre ellos. Se subraya la intensa relación entre paciente y médico, un compromiso, basado en la confianza, para la gestión de los valores y la toma conjunta de decisiones.
Cabe, además, otra visión de la relación médico-enfermo: una actitud basada en la “benevolencia”. Se trata de buscar lo mejor para la persona del enfermo, entendiendo la persona en todas sus dimensiones. Esa actitud de respeto a la realidad integral de la persona es, como subraya Spaemann, algo supremo, un reconocimiento de corte trascendental, en suma, la forma más noble del amor “de amistad”, el amor de benevolencia.
De algún modo en lugar de “paternalismo” frente a “autonomismo” se podría hablar también de “relación fraternal”, donde uno de los dos es el experto. Porque en la práctica, si se llega a un buen grado de identificación entre médico y paciente, el momento de la toma de decisión se concreta muchas veces en un: —”pero, bueno, doctor, y usted que haría en mi caso” o “¿Y que haría Ud. si fuera su… padre, hijo…?” Eso mismo es lo que ocurre cuando un profesional consulta a otro, y acaba: —“pero, en confianza, ¿tu que tu harías?” Por eso, aunque el proceso de información es esencial y debe ser custodiado para que otros intereses, la falta de tiempo, o la simple desidia puedan favorecer la imposición de unos criterios no compartidos, es muy importante el clima de lealtad y confianza que debe envolver toda la relación clínica. Ésta idealmente sería mejor si ambas partes compartieran valores o criterios esenciales.
Conocimiento de la propia enfermedad. Información personalizada
Para poder intervenir en las decisiones el paciente debe conocer su situación clínica lo mejor posible. La importancia de esto ha hecho que el proceso de informar se haya ido estructurando como una parte más de la atención médica. Sin embargo el modo de efectuarlo debe ser el adecuado a cada caso. Es preciso hacerse una idea de los conocimientos previos del paciente, el momento de la evolución de la enfermedad, su estado anímico, sus expectativas… Son tantas las circunstancias, que no pueden haber patrones fijos: cada persona merece su propia atención especial.
Muchas experiencias han mostrado cómo una información personalizada, proporcionada por el médico de confianza, en un clima de respeto y afabilidad, mejora el cumplimiento de los tratamientos y la evolución de la enfermedad. También está documentado el hecho de que detrás de muchas de las insatisfacciones y reclamaciones se encuentramás a menudo una información deficiente o inadecuada, que verdaderos errores o negligencias.
Un hecho nuevo al que todos nos enfrentamos es la gran disponibilidad de información. Las nuevas tecnologías, fundamentalmente informática e Internet, han permitido a los profesionales un salto cualitativo en las posibilidades de actualización y difusión de sus conocimientos. Para pacientes y familias han supuesto también una magnífica fuente de información, de conexión con grupos de personas con la misma enfermedad, etc. Algunos acuden a estas fuentes para complementar o comparar la información recibida de su médico, otros tratan de buscar allí alternativas de solución. Este interés creciente por la información de salud se refleja también en el incremento de noticias en la prensa. En España, según un reciente estudio, éstas pasaron de 5.984 en 1997 a 11.945 en el 2000. Junto con las ventajas que tiene este fácil acceso a cantidades ingentes de información, también hay motivos de preocupación importantes. Algunos estudios muestran que, en el año 2001, casi la mitad de los datos médicos aparecidos en Internet eran incorrectos y un 20 por ciento potencialmente nocivos. Los profesionales deben ser capaces de advertir a los usuarios de la posible de falta de rigor de ese material, orientar convenientemente a los pacientes y tratar de ofrecerles una información personalizada y rigurosa.
La información médica en la enfermedad grave. Conocer la verdad
Ante enfermedades graves la información adquiere un relieve especial. Cuando el pronóstico es malo o son muchas las posibilidades de secuelas o muerte, o simplemente el grado de incertidumbre es muy alto, la comunicación debe ser todavía más cuidadosa. Ante la noticia dolorosa el paciente o su familia experimentan diversas reacciones. Las distintas fases que, con variaciones, se pueden sufrir al recibir estas malas noticias están bien estudiadas: Choque – negación – ira/enfado – negociación – depresión – resignación/aceptación. Por eso la comunicación debe ser adecuada a cada caso y cada momento. Aunque haya que respetar siempre la verdad, su manifestación al paciente no tiene porqué ser, siempre y necesariamente, completa e inmediata en un primer momento. Se pretende evitar que la propia información llegue a hundirle y a darle tiempo para tomar fuerzas para asimilar su situación. Se trata, de hecho, de aplicar el criterio clásico del “primum non nocere” —lo primero, no dañar—. En este contexto se ha acuñado el término de la “verdad tolerable” o asumible. Ésta es la que cada paciente necesita en cada momento. Saber cual es en cada situación requiere conocimiento del paciente y del espíritu humano, sensibilidad y experiencia. La familia siempre será un elemento imprescindible a tener en cuenta en este contexto.
En cualquier caso, el paciente tiene derecho a conocer toda la verdad de su proceso. Aunque se pueda prever sufrimiento, tiene derecho a conocerla en toda su extensión, especialmente cuando el final parece próximo, o cuando un estado de pérdida de conciencia se prevea cercano. Nadie tiene el derecho a negar el conocimiento de esta verdad al que puede querer prepararse para su sufrimiento o la muerte con pleno conocimiento y aceptación. Sería un grave error pensar que es mejor ocultar su cercanía con la excusa de disminuir su angustia. En cambio, estos momentos duros, muchas veces cargados de una lucidez especial, cuando uno se enfrenta a las verdades más dolorosas o a su destino eterno, es cuando más apoyo humano y espiritual necesitamos. Cuando el enfermo necesita a su lado las personas que quiere y cuando precisa,más que nunca, disponer de la ayuda y el consuelo espiritual que la religión proporciona.
Consentimiento informado
Se ha definido como consentimiento informado la conformidad voluntaria y consciente de un paciente, después de recibir la información adecuada, para que tenga lugar una actuación médica. Este aspecto de la relación clínica ha recibido mucha atención por parte de los legisladores. Recientemente ha sido promulgada en nuestro país la Ley básica de Autonomía del Paciente de 2002, que recoge esa definición casi textualmente.
Desde el punto de vista legal se reconoce que la información y el consentimiento correlativo deben efectuarse, por regla general, verbalmente; aunque el profesional deberá dejar constancia escrita del acuerdo en la historia clínica. En algunas ocasiones especiales el paciente deberá, además, firmar un documento que recoge los puntos esenciales de la información recibida. Esta situación que, tiene más implicaciones legales que éticas, está prevista “en los casos de intervención quirúrgica, procedimientos diagnósticos y terapéuticos invasores, así como de la aplicación de procedimientos que notoriamente comporten riesgos o inconvenientes para la salud del paciente”. La ley prevé, además, algunos casos es los que no se requiere el consentimiento: cuando haya riesgo para la salud pública, o riesgo inmediato grave para la integridad física o psíquica del enfermo.
En definitiva, las leyes tratan de garantizar el consentimiento informado como un mínimo de participación del paciente en las decisiones: ser informado y aceptar las medidas que se le proponen. Sin embargo, pienso que hay que entender esa norma como el mínimo exigible, y siempre que sea posible, en el entorno de confianza de una buena relación clínica, debe posibilitarse que su participación sea tan amplia como pueda. El derecho-deber del consentimiento informado no puede ser contemplado como un trámite, como un papel que debe ser firmado tras una lectura más o menos angustiada. No debería tampoco convertirse sólo en un documento legal, en un instrumento de defensa frente a quejas y denuncias. En todo caso nunca debería ser un ritual que sustituyera el diálogo, la conversación sincera y sosegada entre el enfermo —o la familia— y el médico, como forma de llegar un acuerdo sobre la actuación médica que se considera más adecuada para su caso.
Acompañar en la muerte. La muerte deseada
Todos sentimos repulsión ante el sufrimiento. Cualquiera puede sentir más vivamente, en algún momento de su vida, el temor al dolor, a padecer una enfermedad terrible, o a quedar abandonados. O puede tocarnos vivir realmente esta experiencia. Pero la muerte voluntaria no es la salida. El suicidio, al privar del mayor de todos los bienes, es radicalmente contrario a la inclinación natural de los seres vivos. Además, supone abdicar de la dignidad que se tiene como persona y abandonar —y dejarse abandonar por— la comunidad humana.
Desde el punto de vista médico hoy tenemos más posibilidades que nunca de disminuir el dolor hasta anularlo. Aunque también es cierto que en este terreno los médicos pueden minusvalorar el dolor ajeno y no tratarlo convenientemente. Sin embargo, se puede decir que, en la práctica, no hay ningún dolor físico que, con terapia adecuada, no pueda suprimirse o aliviarse hasta ser soportable.
Los médicos, en cambio, no tienen la solución al sufrimiento producido por la falta de cariño, por sentirse abandonado, carga inútil para los demás. Aunque detrás de esos sentimientos puede esconderse una enfermedad depresiva que sí puede ser curada o aliviada.
La experiencia de las personas que han estado al lado de muchos pacientes terminales es unánime: lo más importante, desde el punto de vista humano, es no sentirse solos. Hace tan sólo dos días oí como María, enfermera de un equipo de atención paliativa domiciliaria, explicaba que en diez años de dedicación, el número de personas que le habían pedido morir se podían contar con los dedos de una mano. Ninguna de ellas repitió la petición cuando empezó a recibir sus cuidados y afecto. Como a tantos, también me ha tocado ver morir a familiares y pacientes. En ocasiones a niños con enfermedades dolorosas que a nuestra vista son un misterio incomprensible: Joan, que me hacía ver trozos de su película favorita (una película de amor preciosa, por cierto) o Antonio con toda su musculatura paralizada por una enfermedad degenerativa, o José, afectado por un SIDA contraído por una transfusión de sangre. Los tres, ya mayorcitos, pasaron sus últimos días como en una fiesta, recibiendo cariño y enriqueciendo la vida de los que les rodeaban. Es cierto que la vida, como la muerte, está muchas veces teñida de misterio. No alcanzamos a comprender todo su sentido, pero el cierto dominio que tenemos sobre ella no nos da derecho a desecharla cuando se nos hace más difícil, incomprensible o dolorosa. Como el niño que, para intentar entender el funcionamiento de un juguete lo desmonta pero, al descubrir su aparente complejidad, disgustado lo destroza. Copio el testimonio de un enfermo en estado terminal por un doloroso cáncer refractario al tratamiento. Se trata de Magaly Llaguno, Director Ejecutivo de Human Life International’s: “Lo que los pacientes terminales necesitamos es una compasión real, no aparente, que es la única que nos ofrecen los que promueven el suicidio asistido y la eutanasia. Necesitamos un oído amigo, una palabra amable, pero más que nada, necesitamos el amor con compasión de quienes nos rodean. Donde no hay familia o amigos que puedan proveer este amor, éste tendrá que venir del personal sanitario. Se espera que los médicos y las enfermeras ayuden al enfermo, ¡no que se lo quiten del medio!”
La muerte tecnificada
Muy distinto de la pretensión de una muerte planificada o del suicidio asistido, es el lícito deseo de una muerte acompañada, a ser posible alejada de medios súper-tecnificados, cuando éstos ya no cumplen su función.
Hay una cierta tendencia a pensar que en los hospitales se cae fácilmente en el abuso de llevar los tratamientos hasta extremos absurdos. Particularmente, a pesar de trabajar en un campo que podría ser propicio para eso, no he visto que este sea verdaderamente un problema. Esto es así por muchos motivos. El personal sanitario cada vez es más sensible y se plantea con frecuencia si un tratamiento puede ser desproporcionado o innecesariamente agresivo. Los tratamientos en las Unidades de Cuidados Intensivos son muy costosos, no sólo materialmente sino especialmente en recursos personales. Exigen un esfuerzo intenso y continuado, intelectual, físico y emocional de todas las personas implicadas. Las decisiones importantes siempre son colegiadas, la selección de los pacientes ingresables en una de esas áreas es muy estricta. Sólo son admitidos aquellos en los que se atisban posibilidades reales de salvar la vida, no de retrasar por poco tiempo la muerte. La mayor parte de UCIs tienen problemas de ocupación que exigen ser muy precisos en dicha selección… Pienso que, aunque no fuera nada más que por todas estas dificultades prácticas, es difícil que, en nuestro entorno, se den actualmente estas situaciones de “empecinamiento o ensañamiento terapéutico”.
La insistencia en este peligro, abusos reales o supuestos y quizás la presión de los grupos favorables a la regulación del suicidio asistido, han llevado a la promulgación de leyes que defienden el derecho del enfermo a decidir cómo quiere ser tratado en sus últimos días. Sin duda el deseo de una muerte en paz es loable, aunque a mi entender, éste quedaría asegurado con el normal cumplimiento de una conducta profesional deontológica o éticamente correcta. Otras medidas, en cambio, podrían facilitar esas aspiraciones con mayor eficacia.
Más frecuente que el “ensañamiento terapéutico” es el problema de las familias con la angustia de tener un miembro en una fase avanzada de enfermedad o vejez. Ante su empeoramiento, estas familias no saben si se trata de los últimos momentos de su vida o si deberían intentar un último recurso médico. En esas dolorosas circunstancias se ven impulsados a llevar al hospital a su familiar; a veces con la conciencia clara de su final, pero incapaces de afrontar la muerte en su propia casa. Estas situaciones facilitan que algunas personas fallezcan en espacios hostiles como las salas de urgencias, o las frías habitaciones de un hospital, quizás sin dolor, pero con más sufrimiento interior.
Más que legislación detallada, las mejores acciones para proteger el deseo de una muerte humanizada, serían aquellas que condujeran a un cambio de mentalidad, para preparar y aceptar la muerte en casa o en espacios que permitieran su decurso en las mejores condiciones… En este sentido, además de facilitar los cuidados paliativos domiciliarios, se debería formar a los cuidadores y familiares para saber afrontar estos momentos y ayudar a otros a hacerlo. Para los casos en que no fuera posible la muerte en el propio domicilio, la creación de espacios adecuados podría ser una alternativa. Los hospitales deberían, también, disponer de estancias en que se pudieran vivir esos momentos en compañía de los seres queridos en un ambiente sereno de intimidad y paz.
Voluntades anticipadas, instrucciones previas o testamento vital
Bajo estos términos se entienden aquellas normativas que prevén que “una persona mayor de edad, capaz y libre”, manifieste de antemano su voluntad, por si llegados los momentos finales de su vida no fuera capaz de hacerlo. La normativa contempla las voluntades del enfermo acerca de sus tratamientos y cuidados de salud, pero también sobre el destino de su cuerpo y órganos cuando llegue el fallecimiento. (Ley 41/2002 básica de Autonomía del Paciente y de Derechos y Obligaciones en Materia de Información y Documentación Clínica).
Según la normativa española, el testamento vital no puede entenderse como un mandato a otra persona para que, llegadas determinadas circunstancias, acabe por acción o por omisión con la vida del paciente. Esta petición estaría fuera de la ley, pues se indica expresamente que: “esta declaración no tendrá en cuenta voluntades anticipadas que incorporen previsiones contrarias al ordenamiento jurídico o a la buena práctica clínica, o que no se correspondan exactamente con el supuesto que la persona haya previsto en el momento de emitirlas.“
Para facilitar la manifestación de las voluntades anticipadas, se han difundido diferentes modelos, aunque cada uno tiene derecho elaborar ese documento de la manea que prefiera. La propia Conferencia Episcopal Española ha divulgado uno que puede salir al paso de otros que, bordeando o contraviniendo la ley, resultan prácticamente peticiones de eutanasia. En él se condena la eutanasia, se defiende la aplicación de los tratamientos adecuados para paliar los sufrimientos, y se contempla la posibilidad de situaciones en las que es legítimo e incluso obligatorio, abstenerse de aplicar terapias no proporcionadas que servirían sólo para prolongar abusiva, e irracionalmente el proceso de muerte.
Posibilidades y limitaciones del testamento vital
Una de las principales dificultades del testamento vital es que contempla una situación futura que el interesado no conoce en absoluto. Se trata de una declaración efectuada en un estado anímico, de salud, etc. que puede ser muy diferente de la real en los momentos cercanos a la muerte. Sin embargo, esta dificultad está prevista pues dichas disposiciones pueden cambiarse siempre que el titular lo desee.
Otra limitación que surge en la práctica es que si las instrucciones son muy genéricas, aportarán pocos elementos nuevos en las decisiones. Por ejemplo una declaración del estilo de: “no deseo que se me apliquen tratamientos inútiles, que solo sirvan para retrasar la muerte” no hace más que reafirmar lo que debe ser una buena praxis médica. Por el contrario, si se intenta ser muy detallado y se admiten o rechazan determinadas terapias, la declaración puede dejar de tener validez en muy poco tiempo, pues el tratamiento referido puede haber quedado obsoleto o sencillamente ser ya considerado como completamente seguro y eficaz.
De cualquier modo, para los que lo deseen, un documento de voluntades anticipadas puede ser muy interesante para subrayar sus creencias o su deseo de mantener una conciencia lúcida, a pesar del dolor —que debería ser soportable—. De esta manera se recordaría a los cuidadores que se desea llegar a esos momentos debidamente informado, con la mayor claridad mental posible, y que se facilite el acceso del acompañamiento familiar y, si es el caso, a la atención espiritual del ministro de su religión.
En definitiva, está en manos de todos volver a ver la muerte como un hecho natural, aunque doloroso. Todos podemos intentar que el proceso de enfermar y morir esté empapado de cariño y ternura. Considerar a la persona como ser espiritual trascendente, con necesidades que superan las estrictamente corporales, nos ayudará a hacerlo realidad a nuestro alrededor.
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